Comentario
En diciembre de 1938, los científicos alemanes Strassman, Fritz y Hahn descubren el proceso de fusión del uranio, entrando con ello en la parte final de la evolución de los estudios sobre energía nuclear. Para entonces, el régimen nazi había mostrado ya sobradamente su verdadero rostro, y algunos sectores sociales de los países que iban a ser víctimas de su agresión acogieron el anuncio de este descubrimiento con un bien justificado temor. Muy pronto, occidentales y soviéticos comenzaron a poner en práctica planes de desarrollo de esta nueva forma de energía, que se anunciaba dotada de ilimitadas posibilidades de utilización en el plano bélico.
Sin embargo, en el interior de Alemania dos factores concurrentes actuarían en sentido contrario a la temida posibilidad. Por una parte, alcanzaba en aquellos momentos su máximo nivel el proceso emigratorio de los científicos alemanes perseguidos por la ideología oficial, lo que había de servir para reducir y aún detener por completo muchos campos de la investigación. Por otra, la ciega creencia de Hitler en la obtención de una rápida y completa victoria militar le hizo descuidar durante años la atención sobre una cuestión que, por el contrario, la primera potencia del bloque adversario no tardaría en elevar al primer plano de interés.
Ya a fines del siglo XIX, el científico francés Becquerel había hecho el descubrimiento de la radiactividad, y a partir de ella la posibilidad de poner en juego una serie de energías incomparablemente superiores a las que podían ser obtenidas hasta entonces por medio de las experimentaciones realizadas en laboratorios tradicionales. Sin embargo, y a pesar de los avances realizados por el equipo de Joliot y Curie -que demostraron la posibilidad de conseguir una reacción en cadena- sería preciso llegar hasta las primeras décadas del siglo XX para conseguir los resultados definitivos.
Las posibles ventajas y riesgos que al mismo tiempo comportaba este progreso científico fueron considerados por algunos de quienes tenían acceso a su conocimiento. Otros sectores, por el contrario, se mostraban escépticos y rechazaban un peligro que se negaban a admitir como cierto, ya que afirmaban que en ningún momento estas experimentaciones conseguirían superar el ámbito del laboratorio. Con todo, las mentes más lúcidas de entre los hombres de ciencia a los que la expansión del Reich había lanzado hasta Estados Unidos iniciaron una campaña de prevención del peligro alemán, puesto ahora de manifiesto de forma crecientemente marcada.
De esta forma, el alemán Wigner, el húngaro Szilard y el italiano Fermi convencieron al también emigrado Einstein, para que éste utilizase el peso de su gran prestigio en esa dirección. Se trataba de advertir a las autoridades norteamericanas del peligro supuesto por el hecho de que Alemania podría llegar a poseer el artefacto atómico antes de que los países amenazados por ella pudiesen contar con medios defensivos similares. Fruto de esta actividad fue la conocida carta que el Nobel de Física envió a Roosevelt en agosto de 1939, en la que advertía al Presidente acerca de la necesidad de comenzar a fabricar bombas dotadas de una potencia hasta entonces inimaginada.
Roosevelt fue informado de esta comunicación con cierto retraso, cuando ya se había iniciado el ataque alemán contra Polonia en el mes de septiembre; tras superar una inicial fase de desinterés por la cuestión fue inducido a asumirla e impulsar los proyectos de estudio y desarrollo de la misma. De aquí iba a nacer el proyecto denominado Manhattan, que únicamente el potencial económico y científico norteamericano estaba capacitado para afrontar. Pero, por el momento, la presión ejercida por quienes urgían el comienzo de la fabricación del arma no hallaba el necesario eco entre los círculos decisores de unos Estados Undios todavía oficialmente neutrales en el conflicto. Sería de esta forma necesario el episodio de Pearl Harbor para decidir a los elementos responsables a la puesta en marcha de las operaciones necesarias.